El
descubrimiento diario de casos de corrupción aumenta la desmoralización de un
país como el nuestro, del que Ortega dijo con razón: “Los españoles. Ese pueblo
que ha pasado de querer ser demasiado a demasiado no querer ser”. ¿Cómo cambiar
la tendencia? ¿Cómo ilusionarse con querer ser en un país en el que actuar con
justicia sea una obviedad?
En principio, la corrupción política se
produce cuando intervienen tres actores: el pueblo, que mal que bien deposita
su confianza en los representantes a través de elecciones libres; los
representantes, que presuntamente van a gestionar los asuntos y dineros
públicos con vistas al bien común; y un tercer actor que ofrece ganancias a los
representantes si le favorecen de una forma especial, quebrantando la ley. En este
juego se escurre dinero público hacia cloacas privadas, y actualmente en
cantidades astronómicas; un dinero que no solo es de todos, sino que además
después se reclama a ciudadanos que forman parte del pueblo, y son los
engañados por los otros dos actores.
De donde se sigue no solo el robo de dinero,
no solo la violación de la legalidad, no solo el sacrificio de las capas más
desprotegidas, sino también la quiebra de la confianza, ese capital ético tan
difícil de generar y tan difícil de reponer cuando se ha perdido.
Por si faltara poco, esta forma de corrupción
es la que se entiende técnicamente como corrupción política. Pero en la
realidad cotidiana, la corrupción se amplía a todas aquellas ocasiones en que
una actividad, sea política, bancaria, judicial o sanitaria, ha dejado de
perseguir la meta por la que cobra legitimidad social y solo beneficia a los
intereses particulares de algunos de los actores en juego, que defraudan la
confianza de los demás. La corrupción de las actividades sociales, cuando las
metas que deberían perseguir se cambian por el bien individual y grupal,
aumenta la desmoralización de la sociedad.
Hay que reducir el
número de políticos y que los malos gestores devuelvan el dinero
A ello se añaden los privilegios de la clase
política y de la financiera, inadmisibles en una sociedad democrática, regida
por el principio de igualdad. Los ciudadanos reaccionan indignados ante los
privilegios de unas élites que se aseguran una vida espléndida con solo unos
años de profesión, que gozan de retiros millonarios después de haber gestionado
un banco de forma tan pésima que ha quebrado, un banco al que se ha inyectado
dinero público. Después de haber llevado a un país a la ruina, sueldos
elevados, buena colocación, coche oficial. El mundo del privilegio sin
justificación posible no tiene sentido en una sociedad democrática.
No hace falta detallar casos de corrupción ni
tampoco privilegios injustificados, porque se han ganado a pulso estar en los
medios de comunicación y en las redes todos los días. Pero sí que urge forjar
una ética pública que sirva de antídoto frente a la corrupción.
Algunas sugerencias nacidas de esa ética para
ir reforzando el vigor de la justicia serían las siguientes: reducir el número
de políticos a lo estrictamente necesario; ajustar su intervención en la
economía a lo indispensable para asegurar un Estado de Justicia; desarrollar
mecanismos institucionales para descubrir la corrupción y combatirla, empezando
por la Ley de Transparencia; las leyes deberían ser pocas, claras y tendría que
asegurarse su cumplimiento; exigir que los corruptos y quienes han gestionado
mal el dinero público lo devuelvan y que no tengan que asumir las deudas el
Estado o la comunidad autónoma correspondiente; eliminar los privilegios de
cuantos hacen uso de fondos públicos y equipararlos al resto de los ciudadanos;
impedir que los procesos judiciales consistan en manipular el derecho en vez de
tratar de administrar justicia; aumentar el nivel de rechazo de la población
hacia este tipo de prácticas, empezando por los puestos de mayor poder y
responsabilidad, que deben ser ejemplares.
Y convertir todo esto en hábito, en
costumbre, en lo que va de suyo porque es lo justo y lo que nos corresponde
como seres humanos. Eso es lo que significa “ética pública”, incorporar en el
êthos, en el carácter de las personas y de los pueblos esas formas de actuar,
que son las propias de gentes cabales.
La ética no es el clavo ardiendo al que se recurre
al final de un artículo o de una conferencia cuando ya no se sabe qué decir. Es
el oxígeno imprescindible para respirar, y es lamentable que solo lo echemos de
menos cuando nos falta. Hace años, en la preparación de un congreso, los
organizadores de un determinado partido montaron una mesa de economía, otra de
derecho y otra de ética. Las de economía y derecho ocuparon las grandes salas
de la planta baja, la ética quedó en una salita reducida del primer piso: en la
superestructura. Pero acabó desbordándose de militantes que decían: es por esos
valores por lo que ingresé en el partido. Ojalá esto siguiera siendo así.
Porque la ética pública consiste en gestionar
con responsabilidad los dineros y las aspiraciones públicas, haciendo de la
justicia la virtud soberana de la vida compartida. Incorporarla es cosa de toda
la sociedad, pero las élites políticas, económicas y mediáticas tienen mayor
poder y, por tanto, mayor responsabilidad.
Adela Cortina es catedrática de
Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y miembro de la Real
Academia de Ciencias Morales y
Políticas: http://elpais.com/elpais/2013/01/22/opinion/1358884265_717479.html