Gerardo, este uruguayo aventurero, se propuso conocer el mundo entero junto a sus amigos. Este viaje, organizado en parte por su universidad en Uruguay, se realizó durante sietes meses aproximadamente, y prácticamente recorrió los cinco continentes.
Gerardo nos cuenta su experiencia de ser un trotamundos.
Luego
de seis meses de viaje y dos de camioneta recorriendo Europa, cruzamos el
Adriático en ferry desde Dubrovnik, Croacia. Los policías croatas nos habrán
visto pinta de delincuentes, ya que la revisión del equipaje fue de las más
minuciosas en el viejo continente. La llegada a Bari y de nuevo las ruedas de
las dos Trafic haciendo historia. En ellas los siete trotamundos uruguayos que aún quedan se siguen conociendo
más y más después de tantos kilómetros de ruta. Y llegamos a Roma, dejamos el
equipaje en el apartamento previamente alquilado, la camioneta bien estacionada
dentro de ese mar de autos parados y empezó la recorrida.
En
20 minutos en bus ya estábamos en el centro. Caminar por el centro de Roma es
un viaje en el tiempo. Las esculturas, los grandes monumentos, maravillosas
construcciones como evidencia de todo lo que pasó allí y que perdura hasta hoy
nos hacen perder la noción de la época en que vivimos. Y nada puede ser más
hermoso que eso.
La
visita al Vaticano no pudo ser mejor. Apenas llegamos el primer Papa argentino
(¡qué agrande que tienen los porteños con esto!) hablando en la Plaza San
Pedro, hizo que congregara a la gran mayoría de los visitantes, lo que nos dio
la chance de, luego de sacarle un par de fotos al Pontífice, irnos a los Museos
del Vaticano que seguramente esperarían a toda esa multitud más tarde. Para uno
que es agnóstico y no muy fanático del arte, debo decir que me fascinó. Las
pinturas, los murales, los techos, la Capilla Sixtina, ¡cuánto talento! Con
razón las Tortugas Ninja tienen esos nombres. Pero lo mejor de la tarde ocurrió
en la caminata a la salida. Muy colgado escuchando la audioguía, en solitario,
veo a un hombre que me resultaba familiar. Me acerco un poco más, y encuentro a
Mario, el viejo de mi gran amigo Pitu, que minutos después encontraría junto al
resto de su familia. Estaban de vacaciones e increíblemente me los encuentro de casualidad, a decenas de
miles de kilómetros de casa, en un lugar al que asisten veinte mil personas por
días, allí estaban ellos, como si nunca hubiésemos salido del barrio, como si
hubiese pasado por su casa a tres cuadras de la mía. Seremos tres millones
nomás, pero mágicamente siempre hay algún uruguayo en la vuelta. Quizá el mundo
es muy chico y lo sobredimensionamos.
Último
noche en Roma, gran cena de Brunito rematada con postre de la chef Kari y
partimos rumbo a Florencia, no sin antes perder a Jorgito, nuestro especialista
en italiano, que arrancó para Milano a lo de un amigo en común que vive allá
hace varios años.
Habíamos
reservado un camping un poco alejado del centro, pero siendo que teníamos
vehículo no nos importaba. Transitando
la calle que nos mencionaba la reserva, nos era imposible visualizar un terreno
abierto lo suficientemente grande para que sea un camping. Esa era la calle, el
GPS no mentía, pero estábamos buscando otra cosa. Llegamos a la dirección
indicada, era una simple casa sin carteles ni publicidad. ¿Es acá? ¡Esto es una
casa, no un camping! Entremos a preguntar. El señor de la recepción, muy
amable, pero que no sabía nada de inglés, se las ingenió para explicarnos (y
nosotros para entenderle) que ese era el lugar, y que podíamos tirar nuestras
carpas en el fondo de su casa. Pensé que esas situaciones solo se daban en
Sudamérica. Ahora entiendo algo de la viveza criolla, viene de estos tanos, no
por algo la mayoría de los uruguayos tenemos su descendencia. Nos ofreció
dormir en uno de los cuartos, tenía cuchetas, y aceptamos, ya que era el mismo
precio. En eso nos comenta que tenemos que pagar una “tasa” de turismo o algo
por el estilo. Al rehusarnos, empieza a hablar la Nonna, en un tono muy elevado
y cien por ciento en italiano cerrado.
No le entendimos nada. ¿Quién era? La madre del dueño y recepcionista
del “camping”. Accedimos finalmente a pagar.
Luego
de instalarnos nos fuimos al centro. No faltaron las fotos en el Ponte Vecchio,
el carnet de prensa para entrar gratis a los altos miradores de la Catedral que
nos ofrecieron una espectacular vista de la ciudad, ni tampoco los helados. Los
helados han sido de los mayores placeres culinarios en el viaje, ya que casi
siempre estuvimos en lugares cálidos, pero acá sí que eran una delicia.
Imposible comer uno solo. Intentamos entrar a la galería donde está el David, pero
como no había descuento para estudiantes ni para periodistas, decidimos no
pagar y, de casualidad, antes de la salida había una puerta sin guardias donde
se veía la famosa escultura por la rendija de la misma. Que me disculpen los
críticos, pero no es nada del otro mundo. La misma que estaba en la plaza y la
que está en la explanada de la Intendencia de Montevideo. Hay gente que le
gusta pagar…
Volvimos
a nuestra nueva casa temporal y nos preparamos para la noche, ya que era la
despedida de Brunito, quien se volvía a Uruguay. La Nonna se hizo amiga y
terminó haciendo la previa con nosotros y mangueándonos cigarros. El hijo se había ido de joda y ella
aprovechaba para tomar alcohol y fumar. Tremenda la Nonna. Ojalá llegue a su
edad con ese ímpetu. Inmortalizamos el momento con la cámara y nos fuimos al
boliche donde vimos un mono cayéndose desde la espalda de una especie de
cavernícola que andaba en la vuelta. Cosas surreales que tiene el viaje.
Resaca
mañanera que nos obligaba a abandonar Florencia, esta vez con separación
incluida: mientras una camioneta se iba hacia Pisa, la otra arrancaba rumbo a
Venecia. Y hacia ésta última partí.
¿Habrá semáforos para barcos?